lunes, 19 de abril de 2010

CONVICCIONES DE UN INCRÉDULO

       Entre todas las certezas que va propiciando el progreso, entre todos los dogmas que van afirmándose, habitamos “los incrédulos”. Agnósticos de diversas hipótesis, ateos de otras tantas, casi morbosamente portamos una indecible sensación de vacuidad.
Podría referenciarse éste malestar al describirlo como un vacío, encerrado entre los planos formados por renglones soportando textos que se cruzan, angulados, expresando eso que no alcanza a ser una certeza, pues no se permitiría tenerla quien es conciente de que no entiende, pero sí, estableciendo una convicción, defendida por aquel que sabe que el ‘entender’ es un germen que acaba de nacer en este curioso subgrupo de su raza.

       Casi morbosamente porque a eso que era mera y sempiternamente angustia, un elaborado ejercicio de esa naturaleza lo convierte en silencioso placer. En sarcasmo de gente amarga, en ironía de tristes, en parodia de solitarios, en sistema para todos estos seres que no asumen la vergüenza, al menos con ese nombre. El incrédulo necesita del morbo como alquimia que transforme su desdicha. Se le impone la tarea de fabricar belleza, pues todo puede ser mórbido para él, si no lo contrasta.

       Esa persona ácida, que “corta la crema social”, que no consigue ser incorporado a lo preexistente, es un fin en si mismo, una duda sin propósito porque no pretende entender. ¿No es morboso rechazar respuestas a preguntas que ni siquiera interesan? Así somos los incrédulos.

       La identidad de cada incrédulo, se conforma según qué convicciones delimiten su sensación de vacuidad. Aquél incrédulo cuyas convicciones difieran de las de la mayoría de los incrédulos, es una abeja sin panal, un adelantado, un enfermo, un genio, un desquiciado, un filósofo, o simplemente un loco.

       Suele ocurrir que a cada aporte de ‘el progreso’ a la turba ávida de certezas, corresponde alguien que ‘negó’ la certeza anterior. O sea que la ciencia estuvo sustentada, desde siempre, en quienes consiguieron demostrar que falla, que no entiende, que no sabe. Dicho de otra forma, el 99% de los hombres de ciencia es parásito de los incrédulos adelantados, de los enfermos, de los genios, de los desquiciados, de los filósofos o de los locos, y esto, también sin vergüenza, pero además sin gratitud.

       Yo no he creído en nada. La especulación no me lo permitió.

       No creo en la escuela. Desde aquella edad, intuí lo que sería esta convicción. Si se comienza con preescolar, a los 4 o 5 años, y se culmina, supongamos que terminando es secundario, se habrán invertido en este sistema alrededor de 13 años. Mucho tiempo, que en un sistema óptimo serían suficientes para convertir a un niño en un hombre sabio. Mucho tiempo también, que en un buen sistema alcanzarían para convertir a un niño en un hombre sano. Mucho tiempo para aprender a leer y a escribir, siendo que actualmente, leer y escribir es un eufemismo. Como lo es votar.

       No creo en los educadores. Suele interesar mucho más quién será ministro de economía, o abogado de nuestra empresa, que quién será maestro de nuestros hijos. Para tener un grado a cargo, alcanza con haber terminado el secundario en una escuela ‘normal’. Claramente, la inmensa mayoría de los maestros y profesores, eventualmente harán mérito si logran conservar, durante su ejercicio, algo de buena voluntad, considerando las circunstancias.

       No creo en la iglesia. Cuando leo los evangelios y preceptos en que dice basarse, sucumbo a la tentación de rememorar qué se ve desde la puerta de sus majestuosos edificios. Y descreo. Nadie le pide a otro hombre que sea ejemplo de nada, excepto si quiere ser reverenciado como símbolo de algo que merezca tal dignidad. Me parece que no entendieron el mensaje. Era aquí que teníamos que hacer un mundo vivible. Se desmorona la iglesia cuando, en ese rememorar, se me dibuja un pobre, durmiendo en el monumental umbral del templo, habiendo tanto lugar adentro. Grandes verdades que por inmensas, no se advierten. Yo no permito que esa persona venga a dormir a mi casa, por eso, denuncio que ellos, que dicen estar más cerca de Dios, se parecen demasiado a mí.

       No creo en la política. Mientras todavía me asistía la inocencia, creía que sólo era cuestión de corregir las fallas aparejadas en un buen sistema. Una vez que esta notable virtud, la inocencia, me hubo abandonado, pero conservando aún, como memoria, la ingenuidad que ella apareja, creía que los políticos trabajaban para defender ideales diferentes a los míos. Pero como ya no las recuerdo, ni a la inocencia, ni a su entenada, la ingenuidad, la mayoría de las veces me abstengo de decir lo que prefiero: a la anarquía, si su alternativa son estos sistemas que sólo garantizan intereses. La paradoja de la justicia social es ‘el poder de los que pueden tenerlo todo, a quienes no pueden conseguir nada’. Pero esa reflexión, en pos de mejorar las cosas, anula cualquier doctrina aplicable.

       No creo en la justicia. Hoy día, está basada en constituciones que sólo garantizan los derechos de los que pueden retenerlos. En función de saber qué sería justicia para la mayoría, habría que preguntárselo. Eso, por más errado que la minoría lo considerase, aunque fuera tan solo por fuerza de número, sería más justo que esta pequeña justicia para la minoría, acusada por todo el resto. ¿Quién se atrevería, en esta circunstancia, a hacer un replanteo del concepto ‘Justicia’? Resultaría una apología del delito, ciencia ficción. No por eso, habrá que dejar de reconocer que cuanto hoy llamamos justicia es sólo orden, muy funcional para algunos, pero solamente eso.

       Por último, no creo en el hombre. Según puede verse, todo lo que es destructivo avanza más rápido que lo correctivo. Eso nos hace imposibles, determina lo que fuimos, y me exime de mayores comentarios.

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