domingo, 18 de abril de 2010

MUY MODESTAMENTE

       Algunos creerán que hago bien, otros estarán de acuerdo; habrá quienes crean que mi razón es suficiente y otros... otros quizá exageren. Lo que nos contará a todos es la defensa de la siguiente afirmación: la historia reclama, y tiene derecho a hacerlo, que se le ofrezca la verdad pura; la realidad como haya sucedido, exactamente, minucia por minucia. Es en atención a esa responsabilidad superior que decidí hacer pública mi biografía. Estos son los primeros cuatro episodios.



       Sorprenderá, sin duda habrá de hacerlo, lo bien guardados que mantuve estos asuntos durante 37 años. Mucho tiempo. Lapso que, se verá, es suficiente para desarrollar una personalidad reservada; claro, también debe serlo para adornar el genio con experiencia.

       Pudo verse que sería yo una persona especial desde el principio; había algo en mí, y vino a señalarlo quizá un ángel, quizá aquel ave sin otro motor que su purísima intuición. Posó la paloma blanca sobre mi hombro ante la consternación de padre. Tenía yo pocos días de vida; paseábamos con el carrito para bebés por Parque Lezama. La paloma se detuvo sobre mi hombro y simplemente fijó sus ojos en los de padre. “Me miró y parecía que me hablaba, ‘es él, oh señor ¡es él!’ me decía la paloma”, cuenta padre.

       Así comenzó mi romance con la vida y –por qué no decirlo- mi lucha contra las plagas aviarias.




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“En un universo curvo, la recta es una metáfora” -Marco Lipiochella-


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       Empezaré diciendo que, entre otras ocupaciones que me deparó el espíritu, me desvela desde los 2 años la música.

       Lo recuerdo perfectamente. Íbamos con padre caminando por una vereda; si dijera cuál vereda creo que acertaría, y es por eso que lo diré; San Juan, casi llegando a Boedo. Como dije, tenía yo 2 años, recién cumplidos. Padre empujaba animadamente el cochecito. ‘Vamos enfrente’, dijo de repente cambiando la dirección de sus pasos, y la del cochecito sobre el que me desplazaba. Miré y comprendí que íbamos a tomar un desayuno enfrente; rudimentariamente, leí en la marquesina ‘Café’. Entonces se me representó íntegramente.

       Evidentemente, el autor de una obra de arte no es otra persona que la elegida por el inminente objeto artístico para presentarse por vez primera; suele ser sólo un vehículo para su aparición; el autor necesita abrirse, dar lugar a la obra; esto significa en caso de la música, sentarse al instrumento y entregarse, o poseerlo.

       Estaba delante mío. Una camioneta estacionaba en la esquina misma de San Juan y Boedo, llevando un piano vertical, tipo de estudio. Hice una seña a padre para que se detuviera; él, comprendiendo el carácter imperativo de mi pedido, paró. Bajé del cochecito y -no sin dificultades aunque todo por mi propia cuenta- subí a la parte de atrás de la camioneta, y poseí al instrumento. En el común trance del autor que no fuerza una obra, surgió ‘En Un Feca’, tango cuya letra dicté minutos más tarde a padre. Puede notarse la impronta infantil en los versos cuando digo, ‘me engrupiste como a un niño pero esa... pero esa deuda se paga’. Al tango no quise firmarlo, tributando así mi primera ofrenda a la humildad; todavía hoy consta en los registros de la Academia Nacional del Tango como de autor anónimo. (http://www.todotango.com/spanish/las_obras/letra.aspx?idletra=2240).



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“Tal es el desmedro de la ética, que resulta fácil a los interesados contraponerle verdades técnicas” -Marco Lipiochella-


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       He considerado siempre al modelado de barros un arte menor, prefiriendo, francamente, el cincelado clásico, concibiendo su nobleza como la más elevada expresión de la escultura. Esto que voy a compendiar lo sabemos sólo dos personas; la otra es Mariano Pagés, el consagrado escultor.

       Allí por 1995, Pagés recibió un encargo de la Asociación Amigos de Carlos Gardel y de la Academia Argentina del Lunfardo; fue comisionado a la realización de una estatua, homenaje al mencionado y mítico cantor. Los promotores, alentados desde la legislatura porteña por el entonces poderoso senador Dr. Fernando de la Rua -a quien oportunamente correspondería inaugurar el monumento en carácter de Presidente de la nación- pensaron en el viejo maestro escultor, quien puso manos a la obra.

       La complicada técnica que eligió Pagés para elaborar la estatua se denomina ‘de la cera perdida’; se trata -no explicaré más que someramente algún rudimento del método- de un proceso dividido en cuatro fases: primero se moldea la escultura con un material de los que, los artistas, denominamos ‘cómodos’, actualmente ceras ó siliconas. Posteriormente se cubre el primer moldeado con yeso, ésto para obtener un ‘negativo’ del molde y poder utilizar la parte interior de la figura resultante. A continuación, a ese molde se lo baña en bronce fundido, que formará una capa metálica contra el yeso. Estando íntegramente cubierto el yeso por bronce, se procede a retirar el mineral blando para comenzar, ya sobre la escultura final y de bronce, la cuarta y última etapa, la de los retoques denominados ‘finos’.

       Pasé -circunstancialmente y no vale la pena reseñar las razones que me tenían entonces por el bajo Belgrano, donde Pagés disponía y quizá siga haciéndolo de su taller- por la ventana abierta de un gran caserón. Un grito contenido escapándose del orgullo, llanto que parecía querer encontrar un idioma, llegó hasta mí aturdiéndome la sensibilidad. Retrocedí. Ostentando prudencia, intenté que mi aparición fuera percibida, no como intromisión, sino como llegada; eso puede conseguirse, oh querido lector, inspeccionando los vericuetos del alma, que no es de nadie y que es, cada una, la de todos.

       Me vio, y buscó a alguien tras de aquella extraña mirada, a alguien que pudiera sentir con él. “...No puedo más” fueron las palabras que permitió Pagés, silenciadas por la irrupción del llanto, ahora frenéticamente declarado.

       Salté por la ventana y lo abracé con fuerza. “¿Qué atormenta tu espíritu buen hombre?”. Así me escuchó decir Mariano Pagés, la tarde del 27 de agosto de 1995. .



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“El tiempo no pasa, nosotros sí” -Marco Lipiochella-


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       El estudio de Mariano Pagés era –hablaré en pasado porque hace tiempo que no visito el solar- un inmenso galpón construído sobre parte de aquel gran terreno. Allí convocamos a la conversación. En el llamado a la musa de la confidencia, prontamente nos asistieron cigarrillos y mate. Pagés estaba ‘bloqueado’, según sus propias palabras. Quería ‘dejarlo todo’, hasta insinuó, sin mencionarlo, el suicidio. Conversé con él hasta que entendí hondamente su tormento. “Duérmase pobre viejo... Duérmase don Mariano... Duérmase”, fui mostrándole el camino del sosiego a aquel hombre que se dejaba ir sobre mi hombro –era mucha la carga de angustia que llevaba su espalda. Lo vi dormir, mitigando su dolor en la no conciencia, consagrándose, vida, obra, fuerza, vigilia, en cadavérica muerte, entregándose al sueño; así como se entrega uno, cada noche, al único dios invicto ante el demonio que nos atormenta, dándose al sueño. Imbuido en el inmenso amor que me generaba aquel viejo en dolor, le besé la frente.

       La estatua de Gardel se encontraba al principio del proceso, en su fase más importante, el modelado en silicona de la figura que serviría de molde para todo el devenir. Ciertamente, lo que encontré carecía de genio, en ningún aspecto reflejaba los extraordinarios antecedentes del artista. Pagés estaba en un callejón sin salida, preso de -y seguramente alimentándose el uno del otro- su desánimo y su extravío artístico. Sin dilación, considerando que en cualquier momento el viejo podía despertarse, me dispuse a pasar por la fragua el modelado original, necesitaba disponer de silicona virgen. Inmediatamente después de licuarla la volví a modelar. Por supuesto, tuve cuidado en conservar el estilo del maestro Pagés, permitiéndome sólo las digresiones que asegurasen destaque y pulimento a mi protegido. Cuando consideré a Gardel y a Pagés, bien representados, me alejé de la pieza y del maestro, sin volverme para verlos.

       Unos años después, en 2003, aquel 23 de marzo, presencié la inauguración del obelisco gardeliano. Su estatua recibía emplazamiento en la intersección del pasaje que lleva su nombre y la calle Anchorena. Pagés me vio, estaba yo mezclado entre los convidados a aquella noche lluviosa. El maestro me sonrió emocionado. También lo estaba yo, es cierto, lo estábamos los dos. Pero, como años atrás, creí que deshacer el nudo volvía a ser asunto mío. “Fué por Carlitos, Mariano... –el viejo leyó mis labios- Fue por Carlitos...”.

       Algunos podían decir, ‘el Gardel ofrecido por Pagés no representa al Carlos Gardel iconográfico’. Esa es mi responsabilidad, y así lo asumo desde hoy. Corría la emoción por mi carne, erizándoseme la piel mientras comenzaba a dejar aquel solar del bajo Belgrano. Aún así, advertí que estaba a punto de abandonar al maestro a merced de esa muy probable crítica. Regresé. Apoyado junto a los pies del modelado y a dos metros con cuarenta centímetros del comienzo de la cabeza, dejé un manuscrito con la siguiente explicación:

       He decidido apartarme de la clásica imagen de Carlos Gardel elaborada por la compañía Paramount y preferido un Gardel adolescente, el que cantaba entre nosotros en el viejo O’Rondeman y en tantos otros lugares del Abasto. Quizá pueda así ofrecerle, no un Gardel concebido por visiones extranjeras, o comerciales, sino un Gardel argentino, y visto, con ojos argentinos.



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“Se requiere de mucho valor para arriar todas las banderas y rendirse incondicionalmente”-Marco Lipiochella-


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       En la vida no todo es floreo, destaque, gloria, honor. Si lo sabremos algunos... ¿e, Madre Teresa? ¿e, Mahadma? Me levanté siempre y sin que nadie se enterase, silenciosamente, a las 4 de la madrugada. ¿Quién puede descansar, si el mismo Dios aún no ha terminado su obra? ¿Si Él no descansa, quién es digno de hacerlo? ¿¡Acaso soy yo digno de hacerlo!? ¿¡Para qué madrugas, Marco!? Me sorprendí a mi mismo preguntándomelo muchas veces; y no lo supe hasta que me lo preguntó un vecino.

       En 1998, vivía yo en una modesta pensión, cuando encontré la respuesta. ‘¿Para qué madrugas?’, me preguntó el vecino del inquilinato, aficionado -por no llamarlo atorrante- a holgar hasta pasado el mediodía. ‘¿¡Para qué madrugas!?’ me preguntó el holgazán.

       ‘Si es que no podré hacer más, compartiré con mis hermanos el frío y la escarcha; ¡si Dios la dispuso para ellos, la compartiré! ¡Serviré de guía a los extraviados...! ¡De aliento a los lánguidos...! ¡Propia será la sangre con que enfrentaré a la peor de las secuelas de estos tiempos pragmáticos: la languidez de espíritu!’. Avergonzado, aquel hombre dejó el pensionado para siempre.

       Así comencé a desandar el camino de los Laicos Consagrados, ruta en la que me encuentro comprendiendo cada día mejor al Dios real, abocado a transmitirlo explicado a mi congregación. Hoy, viene tras de mí un rebaño. Cientos de hombres y mujeres -no diré ni quienes, ni dónde, solo que ellos y allí- me llaman Padre. No ostento jerarquía ni miento mis atributos, saben todos mis hijos que no fui ordenado sacerdote. Lo saben, también, que he pecado y que si acaso Dios concediera un día el recibirme en su paraíso, será sólo haciendo la vista gorda. No es por inmaculado que ellos me veneran. Soy uno más, con asignaturas superiores, pero uno más. Ser elegido por Dios para obrar ciertas correcciones no me hace diferente.

       He sido yo mismo quien repudió la idolatría. Citando pasajes bíblicos, desestimé la institución de un busto alegórico a mi persona, en la puerta del templo que consagramos a la celebración de la obra celeste. ‘El cosmos no es Marco Lipiochella; él pertenece ya al cosmos... pero el busto es un homenaje fatuo’, así hube dicho en referencia al busto. El ídolo de barro permanece hoy exclusivamente en un salón interior del Instituto, y ya no presidiéndolo. También he desdeñado públicamente, y cada vez que se requiere de la aclaración, las habladurías que atribuyen milagros, o prodigios, a mi humildísima persona; exageraciones de pequeños actos, algunos de los cuales no puedo negar, pero la inmensa mayoría, mitos y leyendas. Una de ellas -y a esta la refiero por si el presente texto llega a mis discípulos, o a miembros de la orden que seguiré sin mencionar- asegura que he convertido ‘bolitas de pan’ en fichas de casino. ¡Absurdo tal puede desprenderse de la idolatría! Muchachos –suelo decirles- si acaso Dios me hubiera conferido facultad semejante -y no estoy diciendo con esto que Dios me haya conferido facultad semejante- ¿cómo habría yo de convertir alimento en fichas de casino? Sería, una eregía... ¡fichas de casino con el hambre asolándonos? ¡Muchachos! ¿Qué diré a las hordas de ludópatas que vendrán con bolitas de pan? Tampoco es cierto que tenga yo una martingala para hacer saltar a la banca, ¡oh Dios! Piensen muchachos... Antes de hablar piensen... Señor, haces tanta falta...



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“Tanto me rige la lógica que sólo me permito el pensamiento mágico cuando es estrictamente imprescindible”-Marco Lipiochella-


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       Caramba si ha sido gentil conmigo la inspiración. Trajo con ella la exacta noción de los conceptos, la plena comprensión de las palabras, no tan solo el contorno que dibuja cada letra sino las aristas y hoquedades de sus 27 fonías castellanas. Dotado así, dueño y regente del complejo andamiaje que sostiene al pensamiento, invadí la mar literaria a bordo de un inclaudicable navío, reputado como, la mera razón. Así fue.

       La anécdota que recordaré para ustedes, queridos lectores, fue protagonizada por un seudónimo de mí; alias cuya independencia fomentaré, en pos de poner mi modesta irrelevancia a salvo de su indeseable prestigio.

       Uno de los principales editores independientes de la república, artista de su labor por completo ajeno a la promiscuidad del listado de ‘best-sellers’ –‘most-readeds’ o ‘más leídos’ es preferible a ‘más vendidos’, óptimo sería contar con un índice que señalase ‘más-atendidos’ o ‘leídos por mejores personas’, pero esta disquisición la promoveré en un foro más atinado– el librero que aludo ostenta comercialmente el más encomiable de los blasones editoriales, esto es, poquísima venta.

       Tal es mi concepto de lo más vendido y el espíritu de cuanto perseguí con la difusión de mis escritos, de ninguna manera éxito comercial, por el contrario; ambicioné hieráticamente el ser comprendido por pocos. Residen mis letras más queridas en los costados, vericuetos de la literatura que cobijan delicadas obras de arte, a reparo de los simiescos vendedores de volúmenes y a salvo de lo más entendido por la mayoría obtusa; tesoros cuyo parentesco con lo anterior es del tipo que separa a un pedrusco de una gema.

       Mucho antes en el tiempo que este exordio fuera escrito, sucedió el episodio cuasi-literario que nos tuvo como personajes a ese editor independiente con el decoro de vender pocos libros y al ‘seudónimo literario’ con el que personalmente la co-protagonicé.

       El diario argentino La Nación, mediante su pretendida revista cultural, publicó la esperada lista anual de libros ‘best-sellers’. Si de música se tratara, la lista podría estar encabezada por Palito Ortega o por Ricardo Montaner; si de actores, los primeros serían Silvester Stallone o Will Smith. Tal espeluznante extrapolación jamás ha hecho mella en estos parásitos de la semiplena alfabetización y ellos celebran. Por cierto, no fue la regular calidad de los títulos más vendidos aquel año lo que, al final de la enumeración, convirtió mi reticencia en ansias de justicia. El ingrediente que transformó mi habitual desdén en explosiva indignación, como el azufre convierte al carbón en pólvora, fue el último título que había ofrecido aquella editorial silenciosa e independiente. La exquisita obra que acababa yo de leer la sentía afrentada por ese canon anual que ostentaba impúdicamente la virilidad literaria de las mayores editoriales.

       Así fue como, en plena crisis político-económica nacional, me propuse una difícil tarea para un escritor ajeno a la popularidad masiva; intentaría ofrecer a esa pequeña editorial, casi quebrada -tal fue el momento editorial que transcurría en Argentina- un libro que, aún miserable en su contenido, pudiera resarcir sus cuentas heridas desde ese lodoso listado anual.



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“El primer grado de dolor es la vida misma”-Marco Lipiochella-


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       Veintinueve días después del primer golpe a la máquina de escribir -y no treinta porque la jornada siguiente debía tenerme ya rumbo al viejo mundo- entregaba yo el flamante original a mi amigo y admirado editor. Son escombros en el camino de la bonita historia los pormenores mundanos de que se vale el prohombre para alcanzar su buen destino. ¿Se indigestó Fleming con el hongo en que halló a la penicilina? ¿Dónde compraba la tinta Cervantes? A fin de publicar ese artero texto sin macular la blanca foja de la editorial que quería yo salvar, se decidió utilizar una segunda editorial, inscripta ad hoc, es decir, para la ocasión; y eso, querido lector, es todo cuanto sabrás de la trama técnica; el resto, la posteridad no te lo demandará. El rédito que produjese la explotación de ese volumen se dispondría, íntegramente, en favor de la querida casa editorial que fenecía, víctima de aquella famosa crisis.

       La elipsis es un tsunami piadoso que barre con lo superfluo, en virtud de lo trascendente, de que el tiempo va borrándonos; a los que escribimos, a los que nos leen; indefectiblemente va borrándonos. Por eso este mar llamado elipsis copta de las orillas lo que no encontrará su tiempo. Este punto y aparte hizo lo propio con aquello que no está. Sin embargo, asevera este autor que cualquier conjetura del lector será válida; lo mismo da cualquier calvario que anteceda una resurrección, lo mismo da cualquier tinta si de escribir El Quijote se trata. Diré entonces sumariamente que el libro, cuya identidad reservaré, fue puesto a consideración del público el día primero de marzo de dos mil y algo.

       La Feria del Libro de ese año se llevó a cabo a finales de abril. Para entonces, nuestra querida editorial gozaba de buena salud económica. La curiosidad, el morbo... ...el hombre común que compra libros se había volcado a consumirlo. Efectivamente, conseguí colocar ese texto sin otro mérito que su oficio salvador, en el oprobioso listado de best sellers, encabezándolo.

       La presentación del libro, evento glamoroso al que nos tiene acostumbrados la pompa editorial, se llevó a cabo en el salón más importante del predio de La Rural de Palermo. Tras el seudónimo que disfrazaba mi verdadera identidad, me presté a los rigores que demandaba esa concurrencia; firmé ejemplares.

       Lejos está de ser petulancia, he fijado mi posición en cuanto a los best sellers y a quienes los perpetran; habiendo dicho ya que la casa editorial de mi interés hubo sido rescatada, lo que sigue puede ser tomado como mero epílogo de la crónica. No obstante, al igual que todo cuanto hacemos, el final de este capítulo pretende encontrar un cómplice, alguien más que no consiga simplemente llorar ante el horror, desconsolarse de pena; va por otro, que ante el espanto sonría conmigo. Por primera vez, la Feria del Libro debió extender su horario de cierre para que un autor terminase de firmar ejemplares. Así fue; pasada la medianoche y ante la pertinacia del público, la organización decidió trasladarme a una carpa improvisada sobre la explanada de avenida Santa Fe. Las ampollas se habían convertido en yagas; me fue necesario terminar de firmar vendado con unos trapos, pero me aseguré, quizá en favor de esta ulterior mordacidad, que hasta el último de los últimos hombres, tuviera mi garabato.




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“Si Dios nos quisiera libres, nos hubiera hecho sin hambre” -Marco Lipiochella-


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